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En la música la influencia del Zen es una maravilla. Primero que todo por la respiración, porque se vuelve más consciente. Segundo, porque se puede aprender a ver que la música es nuestro cuerpo, que no está afuera. La música somos nosotros. No es algo que aparece o viene de otra parte. Está en este cuerpo, sigue la respiración, corresponde a la postura, se manifiesta en cada gesto.
Y lo mismo pasa con el piano, que es una extensión de nuestro cuerpo. Cada ser humano lo interpreta de un modo diferente, de acuerdo con la afinación de su cuerpo. Un cuerpo desafinado, sin una buena postura, con la respiración bloqueada, no logra hacer una buena interpretación. Si uno está desafinado es muy difícil, ni aun con un piano perfectamente afinado.
Por eso, en un concierto, si tú estás contrariado, vas a tocar mal. Tienes que estar afinado, presente, consciente de tu cuerpo y de tu respiración, listo para ser un vehículo que se extiende en el piano, sin pensar en otras cosas, como el aplauso o el éxito. Un concierto tiene que ser como un ritual, como un acto de comunión con los otros, con los que te escuchan, a los que tú vas a hacer la ofrenda de tu música. Es la ofrenda de algo sagrado.
El aplauso es lo de menos. Lo importante es tu presencia completa, tu entrega, tu ofrenda. Al final, llega el aplauso y se agradece, pero uno siempre debe recordar que solo se es un vehículo y que cuando entregas lo que viene de tu ser, de tu cuerpo, de tu postura, de todo lo sagrado que hay en ti, que eres tú, hay una comunión con todo tan difícil de explicar con palabras como el zen.
Yo conocí el Zen en el año 1994. Pasaba por uno de esos momentos confusos en la vida en los que estás totalmente perdida, prácticamente con un pie en el abismo, uno de esos momentos confusos donde no sabes qué hacer, qué camino tomar. Llegas a un tope de la vida y ya no sabes qué hacer. Un amigo mío que estaba practicando con un grupo zen en Bogotá, me dijo: “Vamos al Zen, yo creo que tú sirves para eso”. “Ay”, le dije, “no, no, no, yo ya he ido a todas partes, estuve en la iglesia católica, he practicado yoga, he estado con los metafísicos, me siento como esas viejitas que van de un lado a otro buscando a Dios”. Él me respondió, “¡Bueno!” Pero, una noche, que llegué muy tarde a dormir a la casa de mi amigo, al día siguiente me llevó al Zen: “Hoy tenemos cita con el maestro”. Se trataba de un monje zen francés, Reitai André Lemort que estaba en Bogotá desde 1988.
Me acuerdo de que cuando llegué allá, a una casa vieja en el barrio de La Soledad, él me invitó a sentarme y me dijo: “¿A qué vienes?” Le respondí: “A que me dé la postura”. ¿Y por qué quiere la postura?” Y le solté todo mi cansancio: “Porque yo no creo en nada, porque no creo en Dios, porque no me interesa nada de eso… Yo ya estoy cansada de esos caminos.”
Así empecé a practicar, después de una noche larga en la que no había dormido casi nada. El maestro me dio la postura y yo me senté en zazen por primera vez aún con rezagos de la noche pasada. Pero a pesar de eso, recuerdo que salí como nueva. Como en esa época ya había empezado a vivir otra vez en Medellín, el maestro me mandó a donde Juan Felipe Jaramillo Sanriki, que dirigía el grupo de Medellín, Montaña de Silencio, y que es donde realmente yo empecé mi práctica, en Guayabal, en un sector industrial al sur de la ciudad.
Lo que más me gustaba era que no había que buscar nada, sino simplemente sentarse, y estar atenta a la postura y la respiración, sin pensar nada, sin esperar nada, sin buscar nada… ¡Eso me encantaba! Aunque sentarse recto, en silencio y quietud sea a veces tan fuerte, no se parece en nada a lo que había hecho hasta entonces. Fue un cambio completo en mi vida.
Además de ir varias veces a la semana a practicar zazen al dojo de Medellín, yo hacía cuatro sesshines (retiros Zen) al año, incluso dos largos de 15 días a mitad y a fin de año, que son muy buenos para los practicantes, porque el “sabor” del zen realmente se descubre cuando se práctica inmerso en la vida diaria: meditar, comer, trabajar, dormir… todo en comunidad.
Siempre me sentí muy bien en Montaña de Silencio, el grupo de Medellín. Era un grupo muy comprometido. Íbamos muchos a las sesshines (periodo de retiro de varios días tradicional del zen) con el maestro Lemort. Aunque iban también practicantes de otras partes (Cali, Neiva, Pereira, Bogotá…), el grupo más presente, el que le ponía más entusiasmo a todo, era el nuestro, Montaña de Silencio.
En las sesshines se da una conexión muy fuerte entre las personas. No sé explicarlo, es una energía misteriosa que surge del silencio y de la fuerza de la meditación, pero que se siente profundamente. Pero no soy capaz de decirlo con más claridad, no es algo que se pueda explicar con palabras. Hablar del Zen es casi… no, ¡es imposible!
Bueno, que haya un lugar como este es… sorprendente, por decir lo menos. Es como que una ciudad se gane la lotería. Es una fortuna incalculable e inesperada. Que haya esta posibilidad de llegar a Montaña de Silencio para practicar zazen y acercarse a la tradición Zen es un regalo de la vida. Para mí ha sido un regalo mayor y creo que igual para todos los que están dispuestos a recibirlo. Aprender a recibir la vida tal como se nos ofrece, sin añadir nada, sin rechazar nada, por difícil que resulte, es el principio de sabiduría más extraordinario que se pueda realizar. Eso fue lo que nos dijo el maestro Jiryu Rutschman-Byler, del San Francisco Zen Center, en una de sus charlas: “¿Qué es lo que ustedes no pueden incluir?” A mí eso me ha dado muy duro. Y lo sigo pensando. ¿Qué es incluir todo? ¿Cómo puede lograrse? Es un enorme desafío, incluir al otro, al que no es ni piensa como yo, cómo incluir a los que no están de acuerdo con uno… En este país con tantas historias de violencias e intolerancias, cuánto beneficio podría traer esta enseñanza.
Creo que la experiencia de la práctica del Zen puede ser muy valiosa para muchas personas. A las personas que viven en Medellín, les propongo que vayan a Montaña de Silencio, que experimenten la postura de zazen, que se den la oportunidad de probar. Seguramente, a muchas personas les va a parecer muy bien desde la primera sentada, como me sucedió a mí. Otros, tal vez, necesiten repetir varias veces antes de conectarse con la postura. Otros, quizás no conecten nunca. En mi caso, desde la primera sentada yo supe que el Zen era para mí.
Acerca de Teresita Gómez, Nacida en Medellín, en 1943, Teresita Gómez es una de las artistas colombianas más importantes de todos los tiempos y, quizás, la pianista más popular y reconocida de Colombia. Teresita Gomez inició su formación musical a los 4 años. y fue reconocida como niña prodigio, realizando su primer recital en el teatro Colón de Bogotá a los 12 años. En sus 60 años de vida artística Teresita Gomez ha interpretado obras del repertorio clásico como solista o integrante de orquestas y diversos ensambles y ha dado a conocer por todo el mundo la música clásica de compositores colombianos. A sus 80 años continúa con una intensa labor como intérprete y profesora de piano. También conocida como Tento, su nombre de dharma, lleva cerca de 30 años practicando la tradición soto zen en la comunidad Montaña de Silencio de Medellín.