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Dudo que muchos sacerdotes, y mucho menos capellanes, hayan tenido la oportunidad de realizar un exorcismo. Yo lo hice una vez, y lo mejor de todo es que funcionó.
Una trabajadora social me llamó para pedirme que ayudara a una joven japonesa. Me comentó que los médicos estaban trabajando para controlar el dolor que provocaba el cáncer que sufría la paciente, pero ésta decía que tenía espíritus que se habían apoderado de su mente. Es por ello que la trabajadora social pensó que yo, como capellán de hospicio, podría ayudar. Me alegré de que confiara en mí y me apresuré a ir a su despacho para que pudiéramos discutir el caso.
Ella me explicó que a veces la paciente permanecía en silencio, con la cabeza agachada, escuchando mientras los espíritus le hablaban, y otras veces gritaba en japonés, aparentemente convirtiéndose en los espíritus y dándoles voz. Vivía junto con su madre, que había venido desde Japón para cuidarla. Los espíritus no eran malvados; el problema era que sus conversaciones la mantenían despierta toda la noche. Tanto ella como su madre estaban exhaustas.
Le dije que por supuesto que la ayudaría; de hecho, tenía tiempo para ver al paciente esa misma tarde. No le mencioné que, aunque había recibido un exhaustivo entrenamiento como sacerdotisa Zen, nunca antes se me había presentado un exorcismo. Sin embargo, estaba segura de haber realizado suficientes ceremonias en el pasado como para poder crear una convincente para la paciente. Especulamos sobre la causa del fenómeno de los espíritus, pero lo que pensábamos en la seguridad del consultorio y lo que vi cuando entré en la casa de la paciente fueron dos cosas completamente diferentes.
Pude oír a la paciente antes de verla. Estaba al final de un pasillo, en la cocina, y aullaba inclinada hacia delante sobre un andador, con la parte superior de la cabeza apoyada contra la pared. Me apresuré hacia ella, dejé mi bolso en una silla y me senté en el suelo para acercar mi cara a la suya. Pude ver cómo le temblaban los brazos por la tensión de sostener su cuerpo. Su rostro, cuando lo giró hacia el mío, me sorprendió: no había esperado que fuera tan joven y bonita.
Le dije que era sacerdotisa y que la trabajadora social me había enviado para ayudarle.
Ella respondió: -Quieren ir al cielo-.
A partir de ese momento nos encontramos en su realidad, y fue un alivio oír que los espíritus estaban listos para partir. Ahora todo lo que tenía que hacer era proporcionarles un camino.
Le pregunté si quería sentarse. Aceptó, y su madre y yo ayudamos a acomodarla en una silla blanca de plástico. Nunca supe por qué había permanecido de pie de esa manera tan tortuosa.
Se sentó a un lado de una gran mesa de cocina. Su teléfono, cartera, frascos de pastillas, blocs de notas, periódicos japoneses y demás cachivaches se extendían ante ella. Su madre se encontraba frente a ella, cerca de la estufa. Era una mujer pequeña y ansiosa, que se encontraba muy lejos de su hogar.
Despejé un poco el lado corto de la mesa e informé que ahí colocaría nuestro altar. Dispuse mis objetos rituales: dos elegantes cuencos de incienso llenos de ceniza, uno de éstos con un trozo de carbón encendido; una vela, una figura de Manjushri preparado para cortar todos los engaños con su espada y una pequeña figura de Kwan Yin, también conocida como Kanzeon, la bodhisattva de la compasión.
Pedí flores, y su madre corrió a la otra habitación y trajo un jarrón con camelias y ramas de pino. Al darme cuenta de que había olvidado la campana en el auto, pregunté si ellas tendrían una. Me respondieron que no, y decidí continuar sin ella: lo más importante en ese momento era mantener el impulso.
El rakusu es la prenda que demuestra que he tomado los votos sacerdotales. Para empezar, me lo coloqué en la cabeza y dije, como he hecho cientos de veces al entrar en un espacio sagrado: Gran manto de la liberación / Campo más allá de la forma y el vacío / Vistiendo la enseñanza del TathagataTatágatha / Salvando a todos los seres.
Le expliqué que iba a realizar un ritual budista para ayudar a los espíritus que habitaban en la paciente a ir al cielo. Pedí a la paciente y a su madre que hicieran tres reverencias al altar junto conmigo. Encendí una varilla de incienso, la presioné contra mi frente y las frentes de las estatuas de Manjushri y Kwan Yin, y la coloqué en posición vertical en el primer cuenco de incienso.
Entonces empecé a cantar y a colocar pizcas de incienso en el carbón al rojo vivo del segundo cuenco para así crear nubes de humo. La habitación empezó a oler de maravilla. Mi voz llenó el espacio mientras cantaba a Kwan Yin: Kanzeon / namu butsu / yo butsu u in / yo butsu u en / buppo so en / jo raku ga jo / cho nen kanzeon / bo nen kanzeon / nen nen ju shin ki / nen nen fu ri shin.
Esto significa en español: ¡Kanzeon! Una misma con el Buda. / Relacionada con todos los budas en causa y efecto. / Y con el Buda, el dharma y la sangha. / ¡Ser gozoso, puro y eterno! / La mente de la mañana es Kanzeon. / La mente de la tarde es Kanzeon. / Este mismo momento surge de la mente. / Este mismo momento no está separado de la mente.
El canto es sencillo y puede repetirse una infinidad de veces. La compasión de Kwan Yin era lo que necesitábamos. Yo cantaba, esperando a ver qué ocurría, cuando de repente la paciente gritó, se levantó de la silla y se dirigió hacia mí, sacudiendo violentamente la cabeza y gritando: “¡No! ¡No! ¡No!”
Se aferró a la parte superior de mis brazos. Me incliné hacia delante y la agarré por encima de la cintura para evitar que se cayera. Continué los cantos. Ella siguió negando con la cabeza. Su pelo negro y corto, a escasos centímetros de mi cara, olía a limpio y fresco. De alguna manera logré sostener su cuerpo con un brazo y así usar el otro para colocar más incienso en el carbón. El humo inundó la habitación y hablé con el espíritu, en voz alta, con firmeza, invocando toda la autoridad que tenía en mí:
-Fantasma hambriento, que atormentas a las damas de este plano, es hora de que te liberen. ¡Sigue el humo hasta el cielo! ¡Con esta ceremonia podrás soltarte, y tu deseo se hará realidad! ¡Ahora es cuando!-
Ella continuó negando con la cabeza. Gritó que el espíritu no podía soltarla. Yo seguía inclinada hacia delante, sujetándola. -¡No temas!- Dije. -¡Tú tienes valentía! ¡Tienes el coraje! Usa ese coraje ahora para soltar a esta mujer. ¡Suéltala y, por fin, ve al cielo!-
No sabría decir cuánto tiempo duró esto. En ese momento me pareció una eternidad, las dos (o los tres) dentro de un cuasi abrazo, el humo del incienso y mi voz llenando la cocina, su madre cerca, mirándonos, llorando y estrujándose las manos.
Me dolía la espalda por tanto sostener a la paciente, pero seguí hasta que se calmó. Entonces le hice una señal a su madre para que acercara la silla y yo pudiera acomodarla con cuidado. Apoyé la espalda contra la pared de la cocina para aliviar el dolor y continué el canto a Kwan Yin con una voz más suave.
Finalmente, la paciente me miró y sonrió. Asintió con la cabeza.
-¿Ya se fue?- Pregunté.
-Sí-. Luego dijo: -Pero los demás aquí siguen-.
Ay. No sabía que había otros.
Retrocedí ante el altar, eché más incienso sobre el carbón, reanudé el canto en una voz más alta y llamé a los espíritus menores, diciéndoles que podían seguir el ejemplo de su jefe e ir al cielo. Les informé que ésta sería su última oportunidad. Ella asintió con la cabeza y dijo que se habían ido mucho más rápido esta vez. Terminé el canto y ofrecí una dedicatoria de gratitud. Luego, las tres hicimos tres reverencias para cerrar la ceremonia. Pasé la figura de Kwan Yin por el humo del incienso que quedaba y se la di a la paciente.
Acabé exhausta.
La magia que había traído aquel día residía en mi voto como sacerdotisa, en mis bellos utensilios rituales japoneses y en mi disposición a creer la descripción que la joven hacía de su realidad. Tuvimos confianza la una en la otra, y funcionó. Llamé a la trabajadora social desde mi auto para informarle de nuestro éxito, y ambas lloramos.
A la mañana siguiente hablé con la paciente. Los espíritus se habían ido y ella y su madre habían podido dormir toda la noche.
Los médicos la ingresaron en el hospital aquel día y, para mi alivio, la remitieron a la sala médica para controlar el dolor, y no a la de psiquiatría por los espíritus que la habían habitado.
Falleció dos semanas después en su casa. Los espíritus no regresaron jamás.
Renshin Bunce es una sacerdotisa Zen del linaje de Shunryu Suzuki Roshi. Su próximo libro se titula Love and Fear: Stories from a Decade as a Hospice Chaplain.
Estefania es licenciada en Lenguas Modernas e Interculturalidad por la Universidad De La Salle Bajío. Creció en la calidez de la comunidad budista de Casa Tibet México y actualmente cursa un Programa de Formación de Traductores de Tibetano en Dharma Sagar, con la aspiración de traducir el Dharma directamente del tibetano al español.