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Los huracanes e incendios forestales han ido y venido, dejando cientos de muertos. Nos enfrentamos a una cruda realidad: vivimos en un planeta que se calienta. Viviendas destrozadas. Vidas perdidas. Ecosistemas aplastados. Así es como el cambio climático ha llegado a nuestras puertas.
Con la destrucción llega una mayor aceptación de la realidad científica — y una creciente motivación para contribuir a las soluciones. Pero la destrucción también trae consigo desesperación, miedo al futuro, dolor y pánico. Mientras lidiamos con nuestra nueva realidad, la práctica contemplativa puede ofrecer técnicas para asimilar estas desafiantes verdades.
Las prácticas espirituales no son alternativas a la acción rápida y sabia: son disciplinas complementarias a la educación y el activismo. Los recursos espirituales pueden ayudarnos a pasar de la desesperación al activismo sostenible.
Puede que las prácticas espirituales no aporten soluciones climáticas concretas, pero tienen el potencial para transformar la conciencia. Las prácticas y las enseñanzas pueden abordar cómo nos relacionamos con nuestro dolor, desesperación y miedo. Estos recursos ayudan a reestructurar nuestra comprensión de lo que significa ser humano hoy en día, en nuestro planeta natal.
He aquí cinco prácticas contemplativas de eficacia comprobada de la tradición budista que pueden ayudarnos a asimilar las verdades del cambio climático, la extinción de las especies y la crisis ecológica en nuestros corazones y mentes. Aunque esta lista de prácticas no es en absoluto exhaustiva, es un comienzo. Pese a que sus raíces son ancestrales, estas prácticas resultan oportunas en un momento en que nos enfrentamos a la verdad del sufrimiento a escala mundial.
Algunas personas ven el cambio climático como una cuestión ecológica. Otros, como una económica. Otros más, como una social. Pero sabemos que el origen recae en las acciones humanas. En este sentido, el cambio climático es una cuestión de ética.
Nuestras convicciones sobre la justicia —los valores que más apreciamos— constituyen la base de nuestras acciones. Estos valores son, en gran medida, aprendidos y asimilados de nuestra cultura. Cada uno de nosotros —como individuos y comunidades— podemos influir en los valores que sostiene nuestra cultura.
El cambio climático se produce debido a lo que hemos valorado y por cómo hemos concebido nuestra identidad como seres humanos en este planeta. Los valores proceden de un ethos industrial dominante. El cambio climático, por tanto, no es tan sólo una cuestión de lo que podemos hacer: se trata de lo que debemos hacer.
Las tradiciones contemplativas enseñan a reflexionar moralmente sobre nuestras acciones, palabra y pensamiento. El Buda hizo hincapié en la ética, śila, como un entrenamiento fundamental para sus monjes. Su código ético monástico se construyó en torno a la idea de ahimsa, o no violencia. En esencia, el Buda enseñó que las acciones éticas son las que surgen de un compromiso con la no agresión, la gentileza y la sencillez.
El budismo y otras tradiciones religiosas han identificado hace mucho al amor y la compasión como motivadores que impulsan una acción eficaz y sostenible.
Si extendemos la śila a nuestra relación con la tierra, el agua, los recursos naturales y los animales, la no agresión, la gentileza y la sencillez se convierten en puntos de reflexión para el cambio.
Las tradiciones budistas posteriores desarrollaron normas de conducta orientadas hacia la compasión, tales como los preceptos del bodhisattva. Estos preceptos parten de la idea de que la bodhicitta, o compasión sabia, es el fundamento de la acción y la palabra éticas. Nosotros también podemos basar nuestro activismo, compromiso social y resistencia en una compasión sabia. Podemos hacer que nuestro activismo no se centre en aquello contra lo que trabajamos, sino en aquello por lo que trabajamos.
Si situamos nuestro activismo y nuestra relación con la Tierra entre nuestros valores y creencias más profundos, es más probable que volvamos una y otra vez sobre la problemática, no por obligación, sino por un auténtico compromiso.
Si hay algo en lo que coinciden los climatólogos es en que no sabemos con certeza qué ocurrirá a medida que se caliente la Tierra. La evidencia indica que los puntos de inflexión y las crisis no pueden evitarse. No tenemos idea de hasta qué punto podremos retardar o atenuar el sufrimiento. Ni siquiera sabemos cuánto tiempo podrá sobrevivir nuestra especie —o las demás— a los cambios que desestabilizan las condiciones necesarias para la vida. Nos estamos adentrando en el abismo.
Queremos saber si nuestros hijos y nietos podrán visitar la costa, pasear por el bosque, respirar aire limpio y vivir con seguridad. Es humano temer que el mundo tal y como lo conocemos pueda estar acabándose. Esta incertidumbre puede resultar muy inquietante.
Muchas de las enseñanzas del Buda se centran en la incertidumbre no como un inconveniente, sino como una fuente de liberación. El Buda enseñó que nada es certero, porque nada trasciende la impermanencia. Calificó la impermanencia como una “marca de la existencia”, una verdad innegable de lo que significa estar vivo. Para alentar a sus monjes y monjas a enfrentarse a su mortalidad, los enviaba a meditar a cementerios al aire libre, donde podían ver cadáveres en descomposición.
El Buda no trataba de torturar a sus discípulos: trataba de liberarlos. Aunque la conciencia de nuestra mortalidad despierta nuestros miedos más profundos, también nos libera de las cadenas de apego que nos atan. Soltar el apego nos ayuda a abrirnos a la verdad de que nada es certero. Nada puede darse por sentado. Así es como aprendemos a amar la verdad por lo que realmente es.
Hay buenas razones para aceptar la incertidumbre del cambio climático como una práctica liberadora. Cuanto más tememos la incertidumbre, más probable es que evitemos pensar en el cambio climático. De hecho, puede que nuestro peor enemigo no sea la negación de su existencia, sino más bien un rechazo sutil y subconsciente hacia la misma, basado en nuestro miedo a lo desconocido.
Sin embargo, si aceptamos la verdad de la incertidumbre, podremos desarrollar el valor necesario para permanecer abiertos y ocuparnos del mundo. Si somos capaces de aceptar la fragilidad de la vida en la Tierra, podremos apostar por la posibilidad de la acción colectiva.
Además de la incomodidad de la incertidumbre, el cambio climático puede evocar muchas otras emociones difíciles. Al presenciar la destrucción de los ecosistemas y la extinción masiva, respondemos con pena y dolor. Ante la negación y la apatía global, experimentamos ira. Cuando pensamos en el futuro de nuestros hijos, experimentamos inquietud y preocupación.
La ira puede ser una energía protectora, una respuesta sana a aquello que amenaza lo que amamos.
Hace poco hablaba con una egresada europea que estaba escribiendo su tesis sobre el poder de las historias para influir en el cambio climático. La principal motivación de su trabajo, me comentó, había sido la ira.
Es comprensible que el miedo y la ira alimenten a menudo el activismo. Estas emociones primarias nos han mantenido vivos durante siglos. Son buenos motivadores a corto plazo cuando nos encontramos en peligro inmediato. Sin embargo, el miedo y la ira no son buenos motivadores a largo plazo. A la larga, acaban provocando estrés y agotamiento: los insidiosos malestares de los activistas.
Así que necesitamos otros motivadores crónicos para nuestro trabajo. En este ámbito, las tradiciones espirituales tienen mucho que ofrecer. El budismo y otras tradiciones religiosas identificaron hace mucho al amor y la compasión, por ejemplo, como motivadores que impulsan una acción eficaz y sostenible. El bodhisattva, arquetipo budista de la compasión, tipifica la posibilidad de que las emociones positivas y constructivas sean el principal combustible de la actividad. Pero, ¿cómo pasamos de la ira a la compasión?
El budismo tibetano enseña que los estados que más deseamos evitar son en realidad la clave de nuestra libertad. En lugar de eliminar las emociones, podemos metabolizarlas. Si llevamos nuestra reactividad a un espacio contemplativo, es posible liberar la energía de la emoción, transformándola en una capacidad de respuesta flexible.
Podemos comenzar con una emoción como la ira. Cuando la ira está fuertemente asida sobre de un objeto, se vuelve aislante, contraída y agotadora. Cuando llevamos la ira a un espacio contemplativo, podemos aligerar nuestro enfoque en el objeto y la historia, volviéndonos hacia dentro para considerar la emoción en sí misma y nuestro papel en ella.
Cuando asumimos la responsabilidad de nuestra propia ira, podemos encontrar su lado positivo. La ira no siempre es reprobable: puede ser una energía protectora, una respuesta sana a aquello que amenaza lo que amamos. Esta reflexión en sí misma puede liberar la ira reactiva y contraída hacia su naturaleza más profunda, una resolución más sabia e inclusiva para actuar con decisión y valentía en función del amor.
En la práctica contemplativa, la ira puede convertirse en inspiración para la empatía. Descubrimos que los estados incómodos, aunque nos pertenecen, no son sólo nuestros. Muchos otros también sienten ira, incluidas las personas que hemos marginado. Cuando reconocemos que así es como se sienten muchos otros, podemos comulgar con el sufrimiento ajeno. Redirigimos nuestra atención de la historia que estimula la ira a nuestra empatía por todos los afectados por el cambio climático, incluso quienes lo niegan. Al reorientar nuestro enfoque de una narrativa que polariza a una que unifica, empezamos a construir una plataforma de acción más sostenible.
En los debates sobre el cambio climático, parece que accedemos principalmente a una forma de saber: el intelecto. La problemática del clima se plantea en el lenguaje del conocimiento conceptual. Este enfoque conceptual — tipificado por el documental de Al Gore, Una Verdad Incómoda —es de vital importancia. Necesitamos saber qué está pasando y por qué.
Sin embargo, nuestra respuesta será mucho más poderosa y resistente si empezamos a acceder a otras formas de conocimiento, transformando el activismo motivado conceptualmente en un activismo del corazón.
Hay dos formas alternativas de conocer en las que se basan generalmente la práctica y la meditación budistas: la sabiduría corporal y la sabiduría no conceptual.
Encontrarnos con nuestro cuerpo humano es encontrarnos con el mundo natural. ¡Tendemos a olvidar que somos primates mamíferos! Cuanto más nos acercamos al cuerpo, más nos acercamos a la verdad de nuestra propia naturaleza salvaje. Esto nos conecta con la naturaleza salvaje del planeta que aspiramos a proteger.
Mientras la mente se ve arrastrada al pasado y al futuro, el cuerpo se encuentra plenamente presente. La conciencia presente del cuerpo es una de sus grandes sabidurías, y podemos acceder fácilmente a ella. Nos es tan cercana como la inhalación y la exhalación de este momento. Aunque queremos ser conscientes de la necesidad de crear un futuro sostenible, no queremos hacerlo a costa de perdernos de nuestras vidas. El cuerpo nos recuerda que estamos aquí, ahora, y que nuestra presencia es nuestro recurso más poderoso.
La meditación budista también nos adentra en la vida más allá de la mente conceptual: las formas no conceptuales de conocimiento. La verdad en un sentido más amplio es que la experiencia humana no es tan sólo contenido mental. Aunque pasamos mucho tiempo inmersos en nuestro mundo de ideas, la vida mental y emocional es mucho más que lo que pensamos y creemos. Existe un espacio no conceptual en el que surge todo este contenido, y ese espacio puede percibirse y ampliarse a través de las experiencias corporales. En la práctica de la Gran Perfección, este espacio se identifica como conciencia desnuda, una parte de nuestra mente que sólo está experimentando, antes de formar ideas sobre nuestras experiencias. El espacio de conciencia puede cultivarse hasta que se convierta en un entorno de contención para cuestiones relativas como el cambio climático.
Podemos hacer que nuestro activismo no se centre en aquello contra lo que trabajamos, sino en aquello por lo que trabajamos.
Cuando empezamos a identificarnos con el espacio no conceptual, accedemos a un modo de percepción no dual. En el modo de percepción no dual, la ilusión de separación se perfora. Esta ilusión de separación puede ser una de las causas profundas de la crisis en la que nos encontramos. Cuando nos quedamos atrapados en esa ilusión, se convierte en algo aceptable que el consumo de unos se produzca a expensas de otros. Si queremos vivir de forma sostenible, tenemos que acostumbrarnos a la idea —o, mejor dicho, a la realidad— de que todos estamos íntimamente conectados. La meditación puede llevarnos a ello.
Una amiga mía asistió una vez a una reunión del Ayuntamiento de su comunidad y se topó con una mujer que planteaba repetidamente la necesidad de prohibir las bolsas de plástico. Desalentada, la mujer afirmó que no conseguía ganarse el respeto del ayuntamiento. Mi amiga respondió: “No necesitas respeto. Necesitas un amigo. Una sola persona es un loco. Dos personas, una alerta. Tres personas, un movimiento.”
Esa amiga era la ecologista y escritora Kathleen Dean Moore, y su historia me inspiró. Un pequeño grupo de personas comprometidas puede cambiar el mundo, como decía Margaret Mead. Encontrar una comunidad de activistas puede no ser tan desalentador como pensamos. Puede ser tan sencillo como encontrar a algunas personas afines e iniciar una conversación.
Para poder encarar con dignidad los retos a los que nos enfrentamos como planeta, la comunidad es fundamental. Pero también cumple una doble función, pues sienta las bases de la vida espiritual.
Ananda, el allegado asistente del Buda, preguntó una vez a su maestro: “¿Es seguro que la sangha [comunidad espiritual] es la mitad de la vida santa?”.
El Buda respondió: “No, Ananda, no digas tal cosa. La sangha no es la mitad de la vida santa. Es la totalidad de la vida santa.”
El Buda estaba convencido del poder de la comunidad como apoyo en el camino hacia el despertar. Vivió la mayor parte de su vida en comunidad, e identificó la sangha como uno de los tres refugios espirituales, junto con el maestro y el dharma.
Ahora es un buen momento para los ecocuriosos del mundo del dharma. Existe una creciente comunidad de personas que buscan tanto el desarrollo espiritual como el activismo. Si eres una de esas personas, especialmente hoy en día, no tienes por qué desesperar. Hay más gente como tú en el mundo.
Ante las consecuencias del calentamiento del planeta, es más importante que nunca que activistas y contemplativos trabajen juntos. Podemos beneficiarnos de un intercambio de tecnologías. Aunque he destacado cinco tecnologías espirituales para ayudar a contemplar el cambio climático, los activistas disponen de otras herramientas y perspectivas que pueden ayudar a las comunidades espirituales a pasar a la acción. Las comunidades activistas disponen de recursos educativos y tecnologías de resistencia pacífica que pueden ayudar a los contemplativos a impulsar el cambio.
Mientras lidiamos con los efectos del cambio climático, necesitaremos herramientas de resiliencia y trabajo interior. Como practicantes del dharma, aportamos dones esenciales al proyecto de sanar nuestro mundo. Nuestro reto es poner en práctica estos dones y continuar su desarrollo.
Al practicar con ética, incertidumbre, emociones, sabiduría y comunidad, desarrollamos una comprensión íntima de que ser humano tiene que ver con lo que pensamos y lo que creemos, y profundizamos en nuestra capacidad de personificar nuestro trabajo.
Y esta personificación envía un mensaje indeleble de que la paz y la sostenibilidad pueden convertirse en una realidad vivida. Incluso cuando se realizan de forma imperfecta, podemos inspirar la sensación de que nuestras vidas tienen sentido, y de que estamos avanzando hacia una integridad cada vez mayor con —y al servicio de— nuestro hermoso, inconmensurable y sagrado mundo.
Willa Blythe Baker es la fundadora y directora espiritual de Natural Dharma Fellowship en Boston, así como de su centro de retiros, Wonderwell Mountain Refuge, en Springfield, New Hampshire. Es maestra autorizada de la tradición budista tibetana, ha realizado dos retiros de tres años y es autora de The Arts of Contemplative Care, Everyday Dharma y Essence of Ambrosia. Su próximo libro explora la sabiduría natural del cuerpo.
Estefania es licenciada en Lenguas Modernas e Interculturalidad por la Universidad De La Salle Bajío. Creció en la calidez de la comunidad budista de Casa Tibet México y actualmente cursa un Programa de Formación de Traductores de Tibetano en Dharma Sagar, con la aspiración de traducir el Dharma directamente del tibetano al español.